Lo que queda de un payaso

Al lugar la gente de a gotas.

En las afueras de la ciudad: caminos de tierra, (porque cualquier lugar no muy lejos de la ciudad tiene solo caminos de tierra), una que otra piedra, cielos claros llenos de sol y sudores, pieles tostadas, rojas, erosionadas, e infinita cantidad de estrellas y lunas noches. Árboles, un monte, caminando, en caballo, o con perros, y al final del camino principal, doblando a la derecha, por un caminito, al costado del arroyito dar la lucha contra el sol de la densa siesta de polvo: tres kilómetros y medio.

Ahí, donde no parece pasar el tiempo más que por la piel de sus habitantes, había una casucha: cerca de madera caída la cerca, pequeña, de madera, de lejos se ve. Uno, dos, quinteto de pasos y la puerta abierta mujer y niños corazón abierto, les corroe el dolor. La noticia no debía afectar a nadie.

Cuando, después de santiguarse, a la altura de la cerca, con solemnidad, el recién llegado pasaba a la primera habitación, con el rostro hundido en propio pecho y el corazón deshecho, el ruido o la canción en la que se convertía su respirar iba produciéndole espasmos que de marchita a flor le convertían el alma. Aún sin tener la certeza de nada, y verse por el contrario afectado de penas y recuerdos, el visitante se quedaba un instante de pie, estático: vaya uno a saber por qué razones, todo el que recién llegaba se quedaba de pie, estático y atónito, y casi sin aliento. Entonces el primero de los payasos, como por arte de magia se le aparecía de un salto en los brazos, obligando al inadvertido visitante a tomarlo en andas, que antes de poder decir palabra alguna se veía, ya, con un gorro bufonesco en la cabeza dando pasos ridículos, con el payaso en andas y el ridículo sombrero en la cabeza hacia cualquier parte paso pasito kataplún. En este punto casi siempre, el recién llegado se disponía, si no siempre, a emitir algún balbuceo incoherente. Entonces, el payaso que lo callaba con un silbato de los tira afloja que, otra vez, ridículo se desenroscaba generando la burla de todos esos niños que tampoco habían estado ahí, pero que ahí estaban.

Al visitante, a estas alturas, la cara se le había desdibujado en infinitas muecas y el payaso era
arrojado en cualquier rincón de la habitación, en el piso.

Apenas ocurrido esto de todas partes, sorpresivamente de todas partes iban surgiendo miles de payasos, cada uno distinto al otro, entre malabares y piruetas, además del mago enano que tiraba flores, palomas, conejos y niños con globos que aplaudían y reían y se multiplicaban.

Una vez recobrado el tino, el visitante se iba abriendo paso entre el circo y la muchedumbre de feria hasta llegar al cajón que en el fondo de la habitación se hallaba esperando de pie el entierro.

Narices redondas y rojas por doquier, serpentinas, globo-perritos, malabaristas de cabeza, tortazos van, sonrisas vuelven, payasos en monociclos dando vueltas y de vuelta al piso una y otra vez, muñecas disfrazadas de primavera bailando, sonriendo maromas, aplausos inocencia, y la felicidad falaz sobre rostros que trataban de ahogar tanta pena y congoja. El peso imposible de la realidad sobre las infelices máscaras sonrisas.

Cuando el recién llegado, con dificultad, lograba acercarse hasta el cajón y lo abría y lo miraba y dentro de él veía al muerto, impecablemente maquillado con la nariz roja fría, los ojos cruz blancos y la sonrisa inmortal dibujada (todo frío) sobre el plácido rostro descanso, todo parecía morir, el tiempo se detenía... Un silencio, el tiempo inerte, extraña eternidad, en silencio, sin movimiento, sin tiempo, el silencio. Inmovilidad de minutos, las miradas sobre él, el ausente.

Sin embargo, que no, que todavía no se ha ido: y uno a uno cada payaso desmoronándose y cayendo al piso con infame pena en su alma, quebrándose de pena el alma, de dolor el alma, el payaso quebrándose y al piso con dolor el alma llanto… el enano que hundía en sus manos sus ojos y los apretaba de muerte, las muñecas que se hacían invierno y otoño frío dolor, nevando pena las muñecas, lágrimas a coro, de niños las más tristes, ahogos y pataleos: sinfonía átona, drástico adiós.

Y el que abría el cajón que podía ser el padre, el hermano o un amigo, caía también abatido, quebrándose de rodillas, dejando que la muerte lo congele, otra vez un silencio de penas y de muerte todo congelado hasta el silencio o hasta que el espíritu del muerto pidiendo tregua y cerrándose el féretro que se cerraba adiós. Luego, de a poco, lentamente, todo a la anormalidad, saltando y cayendo y enano magia y muñecas primavera saludando o bailando con niños globos con perros globos.

El visitante entonces se iba, y todo por un pequeño instante volvía a florecer, hasta que el siguiente llegaba y de vuelta a las vueltas hasta que se abría el ataúd.

Durante toda la tarde se fue repitiendo el rito, hasta bien entrada la noche.

Tarde, y ya exhaustos: niños, muñecas, enano y payasos durmiéronse, mientras el horrible lecho pasaba a la primera habitación, con la mujer y sus hijos que sin comprender demasiado seguían llorándolo… y los corazones y las puertas, abiertos.

A la mañana siguiente, los recién despertados con la conciencia abatida se pusieron gala, maquillados de palidez, y con la gota negra del dolor dibujada al costado del rostro, vistieron trajes de un negro ridículo y bufonescos zapatos gigantes de un azul brillante. Las muñecas de invierno y el enano hecho pura pena se pusieron de pie, llorando las últimas lágrimas… el show a terminar.

Con lento andar, uno a uno fueron entrando a la cruel habitación sus colegas, besando cada uno a Chirolaco en la ausencia y ubicándose sin mucha orden entre los demás.

Mirándose con infinita tristeza fueron comprendiendo estos seres que un payaso no se hace, que payaso se nace y que se muere payaso, con la gigantesca sonrisa aunque la pena se los enguya.

Los tres más grandes tomaron el cajón, los demás comprendiendo de inmediato el hecho asieron sus únicas armas y sobre monociclos, zancos y con las manos en el piso comenzaron a andar cansinos tras el que se nos va.

Porque la vida es un espectáculo, ahogado el cortejo fue alejándose con miles de personas que sin entender mucho iban adhiriéndose a la caravana, pensando quizá que algún circo llegaba e ignorando el dolor con el que esa fiesta terminaba. A los que sabían lo que sucedía, la música fue brotándoles entre sollozos del corazón comenzaba a sonar despacito, pero para siempre, palpitándoles amor, porque el payaso muere, y se muere su tristeza, su infinita tristeza. Mas la alegría que irradia es el único legado que deja y es inconmensurable, único don y don eterno.

(Cuento publicado en otra vida en el Sórdido Calumnias, 2004)

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