Francisco Caca era un loro chaqueño

A Mateo Fuentes, y a su papá Mario Fuentes

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Hay una cafquiana cortita, muy hermosa que me la contó una peruana (tanto o más hermosa que la historia en sí). Entre poética y rimbombante, son de ese tipo de cosas que aunque uno dude, y se afane dentro del escepticismo, finalmente opta por mirar los ojitos bellos y aceptar. Sí, de ese tipo de cosas hablo.

Según cuenta ella, la cuestión pasó en un pueblito que de cafca debían saber tanto como yo de comida, -y es que debo reconocer que soy un flaco inapetente, y que en ciertos lugares los flacos, además de inapetentes, son ineptos e insípidos.

Bien, debo corregirme, -y es que es encantador hacerlo en estos términos, antes que borronear la palabra errada, errante, es más naif corregir errores con palabras escritas, seguir escribiéndolas y no borrar nada de lo antes escrito, no borronear nada, seguir escribiendo, sin parar, que la cuestión vaya fluyendo, que fluya. Es que no era un pueblito… creo que era la estancia de alguien, en algún lugar del chaco paraguayo, y puntualmente en la cocina de la estancia de alguien en algún lugar del chaco paraguayo.

Ahora rectifícame: tal vez si conocían a nuestro bienamado Francisquito Cafca, ¿no?, de cualquier modo rogamos que así fuera.

La cocinera, que me la imagino inmensa, redonda, y malhablada preparaba todo el tiempo menús deliciosos, siempre con materia prima casera: huevitos de codorniz, pollo, pavo, cerdo, leche de vaca, de cabra… y probablemente en los cortos inviernos fríos, secos, chaqueños, la mujer vestía tricotas de lana de oveja. Veo a otra mujer, no tan gorda pero con bastantes años encima, sentada tejiendo directamente del ovechá ragué (para los hispanoparlantes no guaraníleyentes ubico los acentos: en guaraní las palabras agudas no se acentúan con tilde gráfico).

Dentro de la cocina, y nadie preguntó por qué ahí precisamente, había un loro que observaba con lascivia sadomasoquista quizá el desplume y cocimiento de aves. Un loro bello, describió la peruana hermosa, que se lo imaginaba de muchos colores, porque tampoco lo conoció, confesó al tiempo, y dijo haber escuchado esta historia de boca de uno de sus parientes en una mesa en la que se degustaban exquisiteces marinas: Un loro bello, con rojos y amarillos y naranjas y verdes, y con una exhuberancia comparable a la de los papagayos.

Ella, la peruana, divertíase con enclíticos y juegos de palabras. Le parecía casi mágico, por ejemplo, el hecho que existieran papagayos paraguayos, o gallos con doble ele en lugar de paramilitares; simplemente una delicia escucharla sonreír, una delicia verla viéndote con ojos hermosos.

El loro desarrollóse y creció y fue educado según las costumbres chaqueñas, siempre en la cocina, sin jaula y sin restricciones. Sin embargo, cierto día, de lo más animado posible, comenzó a sacarse una pluma tras otra, tras otra, tras otras o tras otras o tras, hasta quedar peladito. Comenzó temprano, durante el alba y concluyó su labor exactamente a la hora en que la cocinera hervía agua. El loro, pendiendo del techo, sin poder volar ya, debido a la ausencia de plumas, caminó por una de las vigas hasta situarse justo sobre la olla con agua hirviendo, y en el momento en que la cocinera, descuidada y con ganas de ir al baño, abandonó su güorquin ária, el loro, en un acto de lo más cafquiano, arrojóse haciendo piruetas y malabares durante la caída, sobre la olla con agua hirviendo.

Al volver la cocinera encontróse con el loro ya hinchado y listo para servir. El pollo que había desplumado se lo regaló al chico que traía los diarios de la capital. Y enojada con sus patrones, sirvióles el almuerzo: un pollo delicioso, sin embargo pequeño.

De lo bueno poco, y dos veces bueno comentó el Señor de la casa.

Cuando, con el pasar de los días, se percataron del silencio matutino, por la falta de los gritos y silbidos del parapagayo paparaguayo evitaron pensar que aquella carne tan rica provenía del loro, o pensaron que comiéndose al loro sin saberlo sentirían menos culpa cuando el sueño les durara hasta después de las 10.

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